BERNARDO AGUILERA. Director de Asuntos Económicos y Europeos de la CEOE.
La competitividad, entendida como la capacidad que tiene un país de participar en los mercados internacionales de manera exitosa y al mismo tiempo, elevar el nivel de vida de sus ciudadanos, está determinada a su vez por la capacidad que tienen sus empresas de generar y aprovechar ventajas comparativas en factores muy relevantes. La calidad de las instituciones públicas; las infraestructuras; la estabilidad macroeconómica; la salud y la educación; el sistema financiero; la tecnología; la innovación; la eficiencia del mercado laboral; y, por supuesto, el coste de la energía son clave para la competitividad económica de un país por su efecto tractor sobre la actividad económica, en especial, la industrial.
En la competitividad del sector industrial interviene, lógicamente, la evolución de sus costes productivos, siendo el precio de la electricidad uno de los más relevantes, particularmente, para aquellos sectores electrointensivos, en los que la factura energética puede superar ampliamente, por ejemplo, el coste de personal.
Al abordar la evolución de los precios finales de electricidad es necesario diferenciar entre precios mayoristas y minoristas. La consecución de un verdadero mercado interior de la energía en la Unión Europea, y la introducción creciente de energías renovables, ejercen una presión a la baja de los precios al por mayor de la electricidad. Sin embargo, los precios finales que pagan los consumidores no han seguido la misma tendencia, debido a la evolución al alza de los costes eléctricos regulados y de los impuestos que se pagan a través de la factura.
Por tanto, el futuro sistema energético tendría que cumplir necesariamente cuatro premisas: ser sostenible en el largo plazo; preservar la seguridad de suministro; cumplir los compromisos medioambientales; y hacerlo al menor coste posible.
¿Quién asume los costes?
Ello implica satisfacer en su totalidad los costes que conlleva el suministro de energía. No obstante, tales costes han de ser estrictamente los derivados de dicho suministro. Es decir, el sistema energético no debe ser quien soporte otros costes, ya que se estaría sobrecargando injustificadamente la factura energética final. Por ser precisamente costes que no están relacionados con el suministro, sería necesario sacar esa parte de la factura y ponerla en los Presupuestos Generales del Estado.
Para el consumidor industrial, es necesario ayudarle a mejorar su competitividad, como se hace en otros países de la Unión Europea, siempre respetando los criterios sobre ayudas de Estado. Asimismo, la nueva regulación europea pretende dotar al consumidor de un papel mucho más activo en el sistema eléctrico, por lo que las medidas de gestión de la demanda aparecen como una oportunidad para la consecución de un sistema eléctrico más flexible y eficiente.
Por último, es fundamental disponer de un marco regulatorio estable y predecible que aporte la necesaria certidumbre y confianza a los inversores. Es imprescindible que, en el proceso de transición en el que estamos inmersos hacia una economía baja en carbono, se alcancen consensos en materia de política energética que permitan a nuestras empresas situarse en posición de liderazgo competitivo.
De que seamos capaces de dar la solución a estos retos depende nuestro futuro económico, pilar en el que recae nuestro bienestar social y nuestra sostenibilidad medioambiental.