Seguimos a directivos que manifiestan con su vida que vale la pena el esfuerzo. Algunos intelectualmente obsoletos juzgan que los ancestrales modos de gobierno aún funcionan. No entienden que la gente les rehuya.
JAVIER FERNÁNDEZ AGUADO. Director de la Cátedra de Management Fundación “la Caixa” en IE Business School y director de Investigación en EUCIM. Socio director de MindValue.
Es conveniente trasmitir con claridad los objetivos y conceder una razonable libertad para alcanzar las metas. Como detallo en Liderar en un mundo imperfecto (LID editorial, 2019), el excesivo control acogota y anquilosa. Uno objetivo del líder es generar confianza, motor del compromiso. Quien se burla de la normativa interna o de la legalidad no recibirá pleitesía de los subordinados, y quien no aplica los reglamentos con flexibilidad es peor que un robot. Dar tiempo al tiempo sin nerviosismos y sin pasividad es un equilibrio exigible al líder que procura, además, que cada uno se sienta responsable en su función.
El líder ha de reconocer sus yerros, sin descargar culpas en espaldas ajenas. Se enfrenta al permanente desafío de poner a cada uno en el lugar adecuado según sus características. No es bueno ofrecer soluciones enlatadas. Es más lento, pero más productivo, espolear la responsabilidad.
El directivo no necesita la amenaza. Perder los papeles inhabilita para el gobierno. El líder piensa en el bien de la organización, sin perjudicar a las personas. Contempla el largo plazo. Admite que tiene debilidades, ¡es humano! Eso no resta autoridad, siempre que ponga los medios –y se sepa- para superarlas.
Lo mejor que puede pasarle a una organización es contar con líderes dispuestos a luchar por su gente. Quien despotrica de sus subordinados explicita su personal incapacidad. El líder estimula cambios a mejor. El pesimismo no es motivante. Los chiquilicuatres, a base de no ver sino enemigos a su alrededor (tienen miedo, porque carecen de fundamento firme) logran metas risibles a pesar de contar con profesionales en sus filas.