Los retos del siglo XXI incluyen, sin lugar a dudas, la gestión de tres bienes comunes a escala mundial: el medio ambiente, la innovación y la seguridad (o, dicho de otra manera, la ausencia de terrorismo, que podríamos calificar como mal común). ¿Cómo reaccionar frente a ellos?
Estefania Santacreu-Vasut. Profesora de Economía en ESSEC Business School.
El sentimiento antiglobalización se materializó en 2016 con dos eventos importantes: la elección de Donald Trump y el brexit. Y pese a la reciente victoria en Francia de Emmanuel Macron, proeuropeo, las consecuencias de la salida del Reino Unido de la UE y de la política americana ya empiezan a dejarse sentir. Hace apenas unos días, el presidente estadounidense anunció que EE. UU. se retira del acuerdo de Paris. ¿Cómo explicar que, frente a retos globales, las soluciones antiglobalización ganen apoyo?
Desde un punto de vista económico, el repliegue no es una solución viable para la gestión de bienes comunes. Las consecuencias de la polución generada por Estados Unidos no conocen fronteras, y no existe muro suficientemente elevado para impedir los efectos medioambientales para sus vecinos, y viceversa. Estas consecuencias, conocidas en economía como externalidades, implican que en una situación de repliegue, cada país o actor sobreexplote los recursos naturales.
Explicar dicho repliegue, por tanto, requiere entender sus motivaciones.
¿No querer contribuir al esfuerzo global y beneficiarse del esfuerzo ajeno es oportunismo económico? Y no querer ver más allá del ciclo político, por naturaleza de corto plazo, ¿también lo es? ¿O se trata de una respuesta negacionista y psicológica? De hecho, al retirarse del acuerdo de Paris, el presidente de los Estados Unidos ha puesto en duda el consenso científico. Lo cual nos lleva a interrogarnos sobre la raíz de la antiglobalización: rechazar la globalización como mecanismo de autodefensa psicológico para rechazar los retos globales del futuro