Recientemente, estimado lector, participé junto con algunos familiares en la adquisición de un inmueble. No se crea usted que hablo de una transacción millonaria. ¡No! ¡En absoluto! Un pisito de lo más normalito en un barrio de lo más normalito en una ciudad de lo más normalita. Una transacción humilde. Historias de familia.
Dr. Marcos Eguiguren. Associate Provost for Strategic Projects de UPF-Barcelona School of Management. Cofundador de SingularNet Consulting.
Hacía muchísimos años que no había adquirido un inmueble y, por lo tanto, era la primera vez que lo hacía al amparo de la actual normativa sobre prevención del blanqueo de capitales. Parece ser, me decían los que entienden de leyes y normas, que, al ser la parte vendedora una empresa inmobiliaria, se activaban una serie de procedimientos de obligado cumplimiento que no se activaban si el vendedor era una persona física, lo cual me hizo pensar, seguramente de forma errónea, que los malévolos blanqueadores jamás le comprarían un piso a Pedro, el pescadero del quinto izquierda, y que solo los adquieren a empresas del sector.
Curiosidades aparte, anteriormente al perfeccionamiento de la transacción, los varios firmantes como compradores, créame, tuvimos que proceder a un striptease financiero muy considerable para asegurar que no estábamos blanqueando dinero en una transacción absolutamente ridícula por sus características y por sus dimensiones. El departamento legal de la empresa vendedora, transformado en policía delegada de la Administración, solicitó declaraciones de renta, nóminas, contratos, últimos extractos bancarios, préstamos…; pidió aclaraciones sobre de qué va este o aquel apunte bancario, etc. Las interioridades financieras de varias personas total e innecesariamente expuestas a terceros, eso sí, siempre supuestamente protegidas por otra normativa más, la Ley de Protección de Datos. Una ley que previene el comportamiento de los que blanquean los capitales, que te obliga a desnudarte a ti, que jamás has blanqueado nada, y otra ley que te protege para que las imágenes de tu desnudez –que ya andan en manos de alguien que no debería tenerlas– no sean difundidas. Curioso, ¿no?
El departamento legal de la empresa vendedora, transformado en policía delegada de la Administración, solicitó declaraciones de renta, nóminas, contratos, últimos extractos bancarios, préstamos…
Lo preocupante del caso es que no nos encontramos ante un caso aislado, sino ante una más de las muchas normativas que pretenden prevenir la comisión de delitos económicos a través de un procedimiento que sacraliza la presunción de que cualquier ciudadano de a pie es un presunto violador de la ley y que, al obligarle a “desnudarse”, descubre la incapacidad material de las administraciones para llegar a todos lados y evaluar si se da o no esa condición irregular en tal o cual transacción, lo que lleva a que la Administración delegue en terceros privados esa evaluación y, ulteriormente, se vea obligada a lanzar nuevas normativas para defender la privacidad del “evaluado” ante aquellos que han tenido acceso a esa información confidencial. Un absurdo y un incremento de la complejidad normativa difícilmente asumible.
En realidad, aunque sea en un ámbito completamente distinto, está ocurriendo lo mismo que ya ocurrió hace años cuando, debido a la percepción de amenazas terroristas, se instauraron los rigurosos sistemas actuales de seguridad en los aeropuertos: millones de personas en todo el mundo pasando –nunca mejor dicho– por el “Arco de Triunfo” para evitar que algún pasajero aislado pudiera cometer alguna fechoría.
Ya sé, querido lector, que es posible que no le entusiasmen mis conclusiones, pero espero que las reciba, al menos, con cierta deportividad.
En el haber de la balanza, no negaré que la existencia de tales normativas pueda prevenir la comisión de alguna que otra transacción inadecuada, en este caso en el ámbito del blanqueo de capitales, pero usted y yo sabemos que los verdaderos blanqueadores buscan hábilmente los resquicios de las leyes y las facilidades que da un mundo global para seguir blanqueando con impunidad.
Pero en el deber de la balanza debo situar algo muy delicado: la privacidad y la presunción de inocencia que, con este enfoque de muchas regulaciones y normativas en el ámbito económico, está cada vez más en entredicho a pesar de que el lenguaje de los políticos se empeña en decir todo lo contrario. Piense sistémicamente en el entramado normativo que le rodea: ¿de verdad cree usted que la Administración cree que usted es un ciudadano ejemplar que no tiene intención de transgredir las normas? ¿No será que la creación de más y más normas hace imposible no quebrantar algunas, aunque solo sea por desconocimiento?
El beneficio marginal obtenido por la detección previa de algunas operaciones aisladas de blanqueo y por la desincentivación de algunas tentaciones viene ampliamente compensado por el coste que representa un deterioro del espacio moral en el que el ciudadano se ve obligado a renunciar a su presunción de inocencia y el Estado alarga sus tentáculos de control allá donde no llega y convierte a algunos actores del sector privado en colaboradores necesarios para robustecer su paraguas de control social.
Algún día, y me temo que no será a mucho tardar, nos lamentaremos como sociedad por no haber plantado cara y por haber permitido esa deriva en el papel de la normativización de la actividad económica, y nos preguntaremos angustiados si no habrían existido otras formas de prevenir ciertos comportamientos.